Naciendo en casa

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NUESTRO PARTO: Laura, Juan, Inti (4 años) y León (por Laura)

 

“Mi cuerpo conoce el camino. Mi mente no lo interrumpe.”“Mi alma, abrazada a la de mi bebé, nos dan la fuerza y la confianza para atravesar este pasaje a la vida.”
“Estamos rodeados de gente cargada de amor, respeto y sabiduría que guardianan nuestra salud.”
“La intuición me guía.”

Escribí estas afirmaciones cuando empecé a sentir –no sin temor- que, probablemente, había llegado el día.

El nacimiento de León Amaru dio su primer indicio a las 5 de la mañana del jueves 14 de enero. Me desperté sintiendo que me bajaba un líquido bastante abundante. Fui al baño, me puse un apósito, volví a la cama, y al rato nuevamente lo mismo. Entre idas y venidas al baño, cambios de apósitos, toallas sobre la sábana para no sentir tanta humedad, se hicieron las 7 de la mañana y ya llevaba 2 horas sin dormir. Hasta el momento creía que muy probablemente ese líquido sería el flujo del final del embarazo, que dos días atrás ya había experimentado, y que las parteras descartaron que fuera líquido amniótico. Aunque me daba cierta duda…

Entre las 7 y las 9 empecé a sentir algunas contracciones diferentes a las de días anteriores, que me dieron la sensación de que probablemente ese día empezaría el viaje. Lo que no imaginaba era que faltaban tan pocas horas… Haciendo caso a lo que recomiendan, y pensando que tal vez ya estábamos encaminados, comí un budincito y me dispuse a descansar; ambas cosas para tener energía luego. Le avisé a mi hermano que por favor viniera a buscar a Inti Nehuen, mi niño de 3 años. El plan era que compartieran el tiempo que hiciera falta ante la llegada del bebé. A las 10 ya Ale estaba en mi casa buscando a su sobrino. En ese momento yo ya estaba pasando contracciones en calma y en la cama… haciendo movimientos varios casi siempre en posición de cuatro patas.

Le dije a mi hermano que tal vez no era el camino de ida, pero que de todas formas me venía muy bien que se llevara a Inti, al menos para descansar, ya que estaba despierta desde muy temprano.

Cerca de las 11 las contracciones se habían puesto más intensas y ya había cambiado de lugar. En el piso, seguía buscando a partir de las cuatro patas, posiciones y movimientos que me aliviaran. Le pedí a Juan que me trajera las pelotas y el piso de goma. Pasé mucho tiempo cambiando entre diferentes posiciones asimétricas de la pelvis, sobre la pelota de empollando, mientras descansaba el torso sobre una pelota más grande. Juan además de estar atento a mis necesidades y pedidos, ordenaba y limpiaba la casa. Me hizo un jugo de durazno, me trajo almendras y también la computadora en donde yo tenía preparada una lista de reproducción para escuchar en ese momento. Puse una de las canciones que más me emociona de esa lista, pero a los pocos compases de empezar la música le di un manotazo a la netbook para que se cerrara. Me di cuenta que aunque la música me resulta muy placentera en la vida cotidiana, ya estaba entrando en un viaje hacia otra ¿dimensión? Y necesitaba quitar de mis sentidos la mayor cantidad de estímulos que me llevaran a la mente y a lo cotidiano. El cuerpo era el que mandaba y quería que me guiase de aquí en más. Fui al baño con ganas de hacer caca, pero necesitaba estar en cuclillas, al ras del piso, todo el tiempo, por lo que hice mis necesidades ahí, al lado del inodoro, pero no adentro… Juan no tuvo problema en limpiar ese desliz… Y días después le conté que había sido una decisión absolutamente consciente cagar en el piso. ¡Fue una necesidad, ja! Y él estuvo ahí, como siempre apoyándome, ayudándome, acompañándome.

En algún momento mientras todo esto sucedía, decidí mandarles un audio a las parteras, para contarles cómo venía la cosa y también para que ellas evaluaran según mi forma de hablar si yo estaba fantaseando o si realmente el viaje había arrancado. No sé por qué me costaba creer que ya estaba sucediendo. Creo que no quería ilusionarme por si después no pasaba nada… En mi anterior embarazo estuve muy cerca de una inducción y temía que ahora sucediera lo mismo. Ese día estábamos en la semana 40.6.

Caro y Ana (las parteras) me contestaron que estaban en una consulta y nos dijeron que estuviéramos atentos a la frecuencia de las contracciones. Así que Juan empezó a anotar. Una hora después, a las 12, les mandó una foto con sus anotaciones y no eran muy regulares. A veces sucedían cada 3 minutos, a veces cada 5 y hasta cada 10… Igual les pedí que cuando terminaran la consulta vinieran a verme. Les dije que tenía un poco de miedo. Empezaban a doler más y yo me sentía cada vez más animalesca. Seguía moviéndome entre las pelotas, al ras del piso, con la ventana cerrada. No quería que nada me sacara de ese estado de concentración entre las olas de las contracciones. Y ahí, de a poco, comenzó lo que sentí como una lucha contra un enorme dragón. Me da ganas de reír ese título que le puse, pero realmente lo viví así. Cada contracción era una batalla contra un monstruo fiero y gigante, muy gigante. Del otro lado estaba yo, pequeña, pero poderosa y mis herramientas: la confianza, la experiencia previa, la compañía de Juan, la seguridad que me daban las parteras, los conocimientos que desde la razón pude llevar al cuerpo (y viceversa) para confiar aún más en la fisiología (que es en realidad la única que debe mandar en ese momento), las voces sabias de las profes de esferodinamia, la fuerza de mis abuelas y todo mi linaje femenino. Pero también de mi lado estaba el miedo y la cabeza poderosa que podían ir a jugar a favor del dragón, y no era la idea…

A las 13:30 llegaron Caro y Ana, y al rato Ileana, médica que también nos acompañó. Todo el tiempo, yo sentí que en casa había una presencia más, y era masculina. Juan dice que tal vez era Dios. Yo digo que puede ser, pero por ahora es un enigma… (Me gusta pensar a ´dios´como una entidad sin género).

Ana e Ileana se dispusieron a armar la pileta en el comedor, mientras yo seguía en la habitación moviéndome en el mismo espacio en el que estaba hacía unas horas, desde ahora acompañada por Juan (que iba y venía para ayudar con la pileta) y Caro. Él me masajeaba la zona del sacro y ella me tomaba las manos para que yo hiciera una pequeña suspensión en cada contracción. Cada vez que la sentía venir, empezaba a vocalizar de a poco y a medida que iba creciendo “la lucha”, el volumen aumentaba y los sonidos se hacían cada vez más extraños y animales. A veces salían puteadas y en general eran los sonidos que me hacían gritar más, y con dolor. Recuerdo haberle dicho a Caro en un momento: “me tengo que entregar, no?” a lo cual ella me respondió que sí. Necesitaba mucho decirme eso a mi misma. Me había dado cuenta de que cuando se me iba tanta energía en esos gritos, lo que hacía era enojarme con el dolor de la contracción, en lugar de entregarme a atravesarlo. Así que ahí emprendí una de las cosas más difíciles, que fue cuidar mi energía, cambiar el enojo por la entrega. Y para eso fue necesario confiar mucho en que cada contracción tendría su final, y que este trabajo de parto también lo tendría, al nacer León. A partir de ese momento, seguí usando la voz para transitar cada ola, pero de un modo más medido y confiando. Mientras Caro sin decir nada, simplemente con su respiración, me ayudaba a recordar que entre contracción y contracción lo mejor era descansar, relajarme lo que pudiera.

La mente poderosa iba metiéndose cada vez que podía con pensamientos sin sentido, por suerte no negativos, pero que me sacaban del viaje. Así que me acompañó el mismo mantra que decía cuando estaba por parir a Inti, mi primer hijo “Cabeza no, cabeza no. Cuerpo y alma, cuerpo y alma”. Me ayudaba muchísimo repetir estas palabras cuando sentía que mi cabeza quería ganar terreno.

Ya empezaba a sentir un poco de ganas de pujar, pero no lo decía por miedo a estar “adelantándome”. En un momento me avisan que la pileta estaba lista del otro lado.

Yo, si bien no estaba “cómoda” por razones obvias, sentía que ese lugar y esas posiciones y movimientos, eran muy apropiados para atravesar las contracciones y no quería arriesgarme a que se me hiciera más difícil o doloroso cambiando de lugar o de posición. Entonces le pregunté a Caro si pasando a la pileta no corría riesgo de que se detuviera todo, a lo que ella respondió: “a esta altura no te detiene nada”. Esa frase me llegó hondo, porque sentí que ella estaba viendo que estábamos encaminadísimos y quizás, faltaba poco. Además me dijo que el agua tal vez me ayudaría a aliviar el dolor, y que podía probar y si prefería, volver a donde estábamos. Así que acepté (además tener la posibilidad de la pileta era algo que yo había pedido con muchas ganas… así que tenía que probar). Entré al comedor y la luz que entraba por la ventana me encandiló. Pedí por favor que la cerraran.

Necesitaba oscuridad, o poca luz… Y cuando vi la pileta, me sorprendí de lo alta que era (sentía que era demasiado para mi estado) y pregunté cómo iba a hacer para entrar ahí. No me daban ganas de levantar tanto las piernas. Me dijeron que me podían ayudar. Pedí que esperaran a que pasara una contracción que estaba viniendo. Me arrodillé. Pedí el piso de goma para mis rodillas y una pelota para mi torso. Juan, enfrente mío me dio sus manos para suspenderme. Ahora fue más claro que necesitaba empezar a pujar. No hubo tiempo para probar la pileta; todos lo notaron y cada uno adoptó su rol. Ana me tocaba la panza y en dos ocasiones muy sabiamente me frenó el pujo (la contracción había pasado y yo seguía pujando, quizás por una idea inconsciente y errónea de que una vez que el expulsivo comienza no puede parar – luego supe que auscultaron a León y que los latidos se escuchaban muy bien, así que no había urgencia por que saliera-). Aún así pregunté varias veces “qué hago?”. Necesitaba la aprobación de “las que saben”, aunque en mi cuerpo era bastante claro el reflejo. Pero por suerte mis acompañantes me indicaban justamente eso: que cuando sintiera ganas, cuando viniera otra contracción, volviera a pujar. Me avisaron cuando estaba coronando y me tranquilizaban haciéndome saber que no había urgencia, que escuchara a mi cuerpo. En un momento sentí que no podía más, que necesitaba que esa presión que ejercía León sobre mi pelvis terminara ya. Tal vez esa necesidad tuvo forma de reflejo de pujo. No lo sé claramente, pero si fui consciente de que ese pujo lo dirigí con más intensión y quizás fuerza y ahí nació León… Caro lo atajó y me dijo “te lo paso entre las piernas”. Así fue. Luego de envolverlo en una toalla, me lo pasó entre las piernas, lo apreté sobre mi pecho, me ayudaron a incorporarme y sentarme en el banquito de parto para por fin contemplar a ese bebito que me había elegido como madre. No podía creer que ya había pasado todo ese viaje para encontrarnos. De lo anonadada que estaba no pude ni llorar (como románticamente se ve en muchos partos). El estado de shock es tal que las fichas van cayendo muy de a poco, tras las horas, tras los días.

Me acompañaron a mi cama, en donde estuve algunas horas piel con piel con mi cachorro. En un momento me ayudaron a arrodillarme para alumbrar la placenta.

Me sugerían que lo hiciera semiacostada, pero yo necesitaba la verticalidad. Así que sosteniéndome de las manos, con un suave pujo durante una suave contracción, salió ella, la “hermanita” placenta de León. Ahí si ya podíamos estar tranquilos de que el parto había finalizado. Estuvimos un buen rato pegaditos (creo que horas), hasta que Juan cortó el cordón, ya completamente blanco. Entonces las pateras chequearon a León y también a mí. Estábamos los dos es muy buen estado.

Afortunadamente no tuve desgarros, y él se veía muy sano con sus 3,880 kilos. A las 18 nuestras guardianas se fueron y nos quedamos descansando y sintiéndonos los tres. A las 22 volvió Inti y desde ese día, muy naturalmente adoptó el rol de hermano con la amorosidad que lo caracteriza.