Naciendo en casa

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NUESTRO PARTO: Carolina, Yuri y Tala (por Caro)

 

Parirse
Relato del nacimiento de Tala

3 DE OCTUBRE DE 2019

Tala llegó con las aguas del sudeste. El lunes de la tormenta y el granizo cumplimos 40 semanas y 3 días de gestación. El último tiempo había pasado tranquilo, pero con un incipiente nivel de ansiedad y, mal que me pese, preocupación. Desde que comencé a imaginar el parto, fantaseaba con que mi bebé nacería antes del tiempo previsto. Teníamos fecha para el 27 de septiembre. De hecho, a las 37 semanas ya tenía todo listo: casa limpia y anidada; ropa lavada y planchada; la cuna, los pañales, las gasas, alcohol, zaleas y todo lo del parto en una bolsa de arpillera a la vista; el bolso listo, por las dudas, de cábala. Además, esas últimas semanas fueron hermosas de día y molestas de noche, me pasé el último mes durmiendo sentada y la mayoría de los días sin poder dormir hasta la mañana. Ese lunes de tormenta y sudestada, Tala no nació, pero algo comenzó a abrirse. La gente habla y la ansiedad sube. Pero también hay algo adentro que hay que soltar. Es cierto.

La inundación llegó a casa, la catarata en la cocina, la pileta en el patio. Cuidar que el agua no llegue a la cama, estrujar trapos toda la noche, nervios. Luego, descansar sabiendo que faltaba, ahora sí, muy poco. El domingo anterior había limpiado todo y me sentía lista, pero no. Hubo que hacerlo de nuevo. Planificar un parto en domicilio tiene sus cosas. Hay que organizar los elementos que nos piden las parteras y manejar el temita de la ansiedad por la limpieza que, en mi caso, no fue tan fácil (me la pasé limpiando el último mes). Aunque tenía una panza enorme, no me fue tan difícil este punto porque además ayuda a bajar la euforia de los últimos tiempos. Igualmente, cada vez que decía: “listo, todo limpio, hermoso, perfecto: el parto puede suceder” (cómo si pudiéramos preverlo). Obvio, no pasaba. Sin embargo, se ve que algo se activa porque hasta que no dejamos todo ordenado y limpio después de la tormenta, la cosa no empezó. La humanidad ha llegado a pisar la Luna, mandar cohetes a Marte, pero aún no puede explicar con certeza qué es lo que desencadena un parto de manera natural. Dicen que los pulmones del bebé cuando se desarrollan mandan información a su cerebrito para que comience el trabajo de parto. Pero, hay algo en la sujeta gestante que también influye. Con esto no quiero decir que sea una cuestión voluntaria, ni consciente. Las últimas semanas odié fervientemente todo ese discurso del “estás preparada”, “va a salir cuando vos lo sientas” y toda esa perorata que pone a la mujeres en la situación de sujetas activas de un proceso que las excede. Es decir, no somos nosotras las responsables de que el bebé nazca antes o después de la fecha. El problema es justamente eso: la fecha, no nosotras.

Leía en los grupos de parto respetado en Facebook, cantidad de mensajes de ayuda de gestantes desesperadas porque llegaban a las semana ¡39! y sus obstetras ya querían intervenir, inducir o cesariar. Mujeres desesperadas que salen a caminar todos los días (lo hice), que toman té de frambuesa (no llegué, pero iba a comprarlo justo), que tienen sexo, que hacen yoga, reflexología y no sé qué más (probé, probé). Y todo me parece súper bien. Pero eso de sentir que somos responsables de que no nazca porque nosotras no lo dejamos salir, no estamos listas, o lo que sea que se nos mete en la cabeza como un mensaje en loop, es horrible. En mi caso, no tenía nada que ver con las profesionales que me atendieron. El equipo que me acompañó, Carolina Waldner y Ana Becu, jamás dijeron nada por el estilo, pero el patriarcado se mete en la sopa, ¿no? Y parece que una de las primeras cosas que pretende enseñarnos cuando nos volvemos gestantes es la sensación constante de culpa (culpa en el embarazo por comer, por no comer, por querer por no querer), culpa en el parto (hacerlo bien, hacerlo mal, poder, no poder, querer y no querer –importante-), y más culpa luego con bebé afuera. Pero eso es capítulo aparte.

Volviendo al relato. El martes a la mañana fuimos caminando hasta el sanatorio para el control de la semana 40.

Carolina y Ana habían tenido un parto el lunes y no habían podido venir a casa como habían hecho desde el quinto mes en que tomamos la decisión de planificar el nacimiento en casa y ellas comenzaron a acompañarnos.

Todo bien, latidos súper bien. Monitoreo de 20 minutos. Mientras tanto, charlamos. Cansancio. Pasó Gabriela Miglaccio (quien me habían seguido el embarazo como médica obstetra) y también charlamos un poquito. Ya está. Pronto va a nacer. Hay que esperar que Tala quiera salir. Me acuerdo que Carolina dijo: “cuando tengas la casa limpia te vas a relajar”. También señaló, al pasar, que el jueves siguiente se iba de viaje. Inyección de adrenalina. La amé y la odié a la vez. Me di cuenta que su comentario me iba a afectar porque funciono muy bien bajo presión. Así que nos fuimos del consultorio y escupí: “ya no me importa ni que esté limpio ni nada”. Hacía unos días que de verdad quería parir, ya ni pensaba en el miedo tampoco. Fue como una invocación.

Volvimos caminando, pasamos por el centro a hacer compras. Mi vieja vino a casa y con mi compañero limpiaron y ordenaron todo. Impecable. Después de cenar empecé con dolores como de menstruación fuerte. Y me fui a dormir ya sabiendo que la cosa empezaba y que Tala ya ahora sí quería salir a este lado del mundo. Hay algo adentro que se activa, nunca lo hubiera creído, pero es así. Descansar para estar.

A las 4 y pico me desperté con un dolor inexplicable entre el vientre y el sacro. Grité y mi compañero también se despertó. Nos quedamos un rato en cama y al rato me levanté a ver el amanecer con unos mates en la cocina. Fue hermoso. Luego, él también vino y nos reímos sabiendo que nuestro Talito empezaba a nacer. Pasé la mañana dando vueltas a la mesa de la cocina cada que me venía una fuerte, o acostaba sobre la pelota inflable. Al mediodía se hicieron más fuertes, pero en medio venían algunas otras tenues como un respiro o falsas, esas que amagan. Yuri, mi compañero, empezó a contar y anotar y les iba mandando mensajes a Caro y Ana por WhatsApp.

Yo pensaba que ya estaba en el famoso “Trabajo de Parto”. Apagué el celular y solo le mandé un mensaje a Mercedes, que me acompañó como doula durante el embarazo, “estamos laburando”. Chau. Yuri le avisó a mi mamá. La sensación de que todo seguiría en casa, que no tendría que salir a ningún lado, fue de calma y tranquilidad.

Almorzamos una buena sopa (mi compañero había hecho litros y litros de caldos bien cargados y guardados en el freezer para el puerperio), aunque mucha hambre yo no tenía o, más bien, no quería comer (luego sabría por qué). Al rato un yogurt, bañadera y vino Carolina. Con su sabia mirada interpretó que faltaba y me dio a entender que todo estaba comenzando, que las contracciones tendrían que ponerse como las más intensas que estaba teniendo, pero todo el tiempo, sin ninguna flojita como las que venían cada tanto. Así que señaló “si te dormís, a lo mejor se acelera ese paso”. Obvio, me fui a la cama. Eran como las siete de la tarde y para mí la cosa estaba intensa ya. No tenía idea de lo que iba a venir, claro. Las gestantes primeras somos así: todo es sorpresa. Para mí fue un sorpresón. Es imposible imaginar el dolor aunque quieras. Cuando me levanté, a la hora, aparecieron esas otras contracciones, las Contracciones Posta. Ahí entendí por qué todas las mujeres con las que había hablado usaban la palabra “INTENSO”. No hay modo de dar a entender qué carajo nos pasa en el cuerpo cuando el útero empieza a laburar para que el bebé nazca. Solo pasa y hay que dejarlo fluir y ya. Un dolor primario arrasa, una ola arranca y solo calma saber que en algún momento va a parar. Y va a nacer. Y así.

Esas Contracciones Posta empezaron fuertes y siguieron sin parar. Durante la tarde había estado desprendiendo el tapón de a poco. Ahora, en el baño salió ya una cosa consistente y marrón y les avisamos a las parteras. Al rato, llegó Carolina y me preguntó si podía tactarme para ver cómo venía el proceso. Solo me dijo (pícara) que tratara de relajarme y descansar entre una y otra contracción porque la cosa venía para largo. Después me dijeron que solo había dilatado 3 centímetros en ese momento y que ellas pensaron que, como mínimo, estaría toda la noche en el trabajo de parto. Porque ahora sí, me alertó, empezamos El Trabajo de Parto.
De repente, te das cuenta que lo anterior era joda, demasiado tranquilo para ser verdad (yo, sinceramente, me había ilusionado durante el día pensando que no era tan terrible como decían, que no me iba a doler mucho más que eso… en fin). Intenté acostarme, pensé que Caro se había ido. El dolor, acostada, me resultaba intolerable.

Sentada también, pero estaba cansada. Me acostaba y me levantaba cuando la furia del útero arrancaba. Me acuerdo que me agarraba de cualquier cosa, de mi compañero, de la cuna, de la puerta del ropero. Les hice traer un sillón y me senté en la puntita. Peor. Me fui a la bañadera y ahí bajó un poco la intensidad, mejor dicho, la frecuencia. Escuchaba a Caro y a mi compañero hablar en la cocina y me di cuenta que no se había ido, que estaba ahí. De hecho, vino a escuchar los latidos con su aparatito inalámbrico. Eso me dio tranquilidad, y además, si se iba significaba que la cosa iba a durar mucho y yo solo quería que se acabara ya. Yuri, mi compañero, me trajo helado. Teníamos reservas en el freezer de helado todo para varios días. Tomé un poco, pero lo vomité en seguida. La bañadera con el agua tibia, las velitas en el baño y el mareo del estómago era como un viaje alucinatorio. Me acuerdo que empujaba con los pies la pared de azulejos y gritaba, gritaba como nunca imaginé que iba a gritar y nada me importaba. Todos los miedos bobos que había transitado durante el embarazo acerca del pudor, de la vergüenza del cuerpo desnudo, de lo escatológico, de los vecinos y los gritos, de la muerte, de sentir al bebé sufrir (cada una tiene sus miedos…) desaparecieron. Ni se asomaron. Empecé a gritar al principio y no paré hasta el final. Quise pasarlas en silencio pero no podía. Todo fluyó. El cuerpo tiene la sabiduría ancestral de la tierra. Nadie nos puede arrebatar eso. El cuerpo sabe. Hay que dejarlo ser.

Cuando llegó Ana serían las once. A esa altura yo no tenía ya mucha conciencia exterior. Llegó con sus preparados homeopáticos y una agüita sanadora que me daba a tomar y yo sentía que cada sorbo me calmaba un poco. Ella se paró al lado mío y me acompañaba en las contracciones con sonidos que yo intentaba emular. Me dijo algo que no recuerdo, pero que sé que tenía que ver con mi manera de llevar el dolor. Yo estaba muy enojada.

Sorprendida de eso que se apoderaba de mí y me agujereaba por dentro. Quería que terminara pronto y a la vez tenía mucho miedo de que siguiera y siguiera por siempre. Ana dijo algo que no recuerdo y que me hizo considerar que debía dejarme fluir. Ella dice “respiralo”. Tenía que dejar salir el dolor, dejar salir todo el dolor para que fluyera y Tala pudiera nacer.

Ana trajo sonidos graves a la habitación, de adentro, del vientre. Yo venía haciendo grititos de garganta, medio histéricos. Sabía que por ahí no iba la cosa, y ella me lo recordó solo gimiendo. Mi compañero en la cama con la pelota me esperaba para cuando pasara la furia uterina, para que me recostara y me hiciera caricias en la espalda, en el cuello, en la cara. Fue la sensación más hermosa del mundo. Como si todo estallara y pudiera recuperarse con un mimo salvador que nos recordaba que la vida es así: terrible y bella de a ratos, sublime. Que hay que fluir, que no queda otra cuando la fuerza arrasa. Dicen que el parto natural, fisiológico, es como hacer el amor. Yo no le encontré mucho sentido a esta idea, la verdad. Aunque leí a Casilda Rodrigañez muchísimo, no tuve el gusto del placer. De ese placer. Lo que sí sentí fue una explosión de amor en cada una de esas caricias en la cara y en la cabeza, como si estuviera re drogada y todo estallara en AMOR.

Desde que supe que estaba embarazada, y desde toda mi vida antes, le tuve terror al parto. No llegué a decidir planificar el parto en casa por esa fantasía del “parto soñado” que muchas mujeres manifiestan en sus búsquedas y relatos. Para mí, era imposible de imaginar cómo va a ser un parto, yo no podría haber soñado ni un segundo de lo que aconteció en el nacimiento de mi hijo, en mi parto. Mi madre me tuvo en una cesárea violenta y el miedo a las instituciones médicas y sus patrones de intervención, manipulación y sometimiento de las sujetas que nos ponemos en sus manos fue lo que más me enojó en las primeras consultas obstétricas. Lxs médicxs nos infantilizan, nos doblegan con medicaciones que no tienen razón ni explicación, nos indican lo que sí y lo que no como si ellxs tuvieran el poder total, un control totalizante que pretenden continuar en el parto. Imaginar una cesárea conmigo en la camilla me resultaba algo intolerable. Simplemente, porque no es lo que yo quería. Lo mismo que parir con anestesia. Miedo a no poder. Miedo a la catarata de intervenciones. Miedo a hacer fuerza en la nada y sufrir y que el bebé sufra. Y luego, todo el horror del protocolo de neo sobre el bebé, innecesario, sometedor, violento. Obviamente, esto no tendría que suceder tampoco en instituciones. Por eso, un tiempito antes también había presentado el plan de parto respetado en el Sanatorio Itoiz, que era mi plan B. Como dice Carolina, hay que ir abriendo caminos y sentando precedentes.

Pensar en internarme me daba pánico. Ahí descubrí que no era al parto a lo que siempre le había temido, sino al parto institucionalizado, o como insiste Odent, a la industrialización del nacimiento. Esta sí que me parecía la pesadilla más terrible. Hablo por mí. Nada de eso, yo no quería nada de eso. Si nacemos, parimos y morimos solas, es que se debe poder. Parir como parió mi bisabuela diez hijos en el campo sola (sola significa, lo entendí con los años, sin médicos, con la ayuda de las comadronas). Parir como parieron las ancestras siempre, antes de la industrialización del parto, hace apenas tres generaciones. Quería darle a mi bebé la posibilidad de nacer, de ser recibido en mi pecho, de mamar, de estar tranquilo conmigo mientras todo lo que tiene que pasar pasa.

Y así: las contracciones siguieron fluyendo cada vez más intentas y más cercanas. Por momentos era como una sola en continuado. Antes de esto, Caro había escuchado varias veces los latidos del bebé con un aparatito portátil que usó incluso en la bañera. Eso me dejaba tranquila. Desde lo de la pelota en la cama yo estaba bastante ida, centrada en pasar el dolor. Me venían imágenes sueltas, como en un sueño. Me fui para los pies de la cama porque me dieron ganas de pujar. En rigor, no fue algo voluntario. Al final de una contracción intensa la cadera se convulsionó y se movió sola. Fue raro la primera vez. La pelvis se modula de forma autónoma y el cuerpo se te fuga. Asusta. Estremece perder el control.

En un momento, luego me dijeron que fue a eso de la una de la madrugada, apareció Carolina en la habitación y me puso contenta porque supuse que la cosa avanzaba. Lo único que pensaba era que terminara pronto y que pasara el dolor en cada furia. Me ofrecieron el banquito. Antes, sentada en la esquina de la cama, en una de esas furias intempestivas de dolor, pujos y fuga rompí la bolsa. Explotó. Salió el líquido amniótico expulsado de mí como si estrujara una bombucha en carnaval. El chorro mojó toda la estufa. Me acuerdo que mi compañero se puso contento, “qué bueno, vas re bien”, me decía. Le pedí que apagara la estufa, que nos íbamos a quedar pegados. Trajo otra, tipo de cuarzo, y se sentó delante para tapar con un almohadón las tres luces fuertes. La luz refractada en los colores verdes y amarillos de la funda era bellísima. Yo sentía que entre ellos murmuraban, imaginaba que se daban indicaciones del tipo “prende”, “apagá”, “la luz”, “esto”, “aquello”. No sé por qué no los escuchaba, los veía balbucear pero sin sonido. Enseguida, volvieron las ganas fuertes de pujar y me dije “ya está, sale”. Les dije: “tengo ganas de pujar, ¿puedo?”. No sé por qué pregunté eso, yo imaginaba que si empujaba el bebé salía ahí de toque. Pero no. La fantasía de los dos pujos cayó rápida y estrepitosamente. Alguna de las chicas explicó en tres o cuatro palabras algo así como que el bebé estaba bajando, que los pujos lo ayudaban a bajar. El cuerpo se va abriendo de a poco. Yo lo sabía. Leí mucho durante el embarazo, lo recordé pero igual me resultaba duro transitarlo. Estuve como una hora y media en esa fase que llaman “El expulsivo” y que es la mejor y la peor. La mejor, porque sabes que falta poco. La peor, porque cada pujo duele como nada que te puedas imaginar y cada vez es más intenso y duele más y sentís que tenés una cosa enorme en el culo que no termina de bajar. Pero se va a pasar pronto. Y el bebé va a nacer y el cuerpo sabe que es así.

Mi compañero se fue para el pasillo que comunica a la habitación. Yo me puse en cuatro patas y lo veía ir y venir, cada tanto sacaba una foto. Me agarré con las manos del banquito y empujaba con el culo para arriba, para abajo, tipo gato, tipo cobra. Es fundamental moverse. El cuerpo va buscando la posición. Aunque todas me resultaban bastante incómodas, comparadas con la cama eran la gloria. Entre una furia y la otra pensaba dos cosas. Una, menos mal que estoy en casa. Y otra, menos mal que no tengo que estar en la cama. La cama para mí fue una tortura. Nadie te dice que el famoso Expulsivo dura tanto. Yo pensaba que había problemas, que no estaba pujando bien. Caro me decía que no, que era así, que tomaba tiempo que el bebé baje. Empecé a ver que

Caro y Ana traían cosas de parto y me tranquilicé. El mejor momento fue cuando Ana, que estaba arrodillada en el piso delante de mí, se puso los guantes.

En los documentales ves a la mina que puja un par de veces y el bebé sale. En los relatos, se cuenta que “me dieron ganas de pujar…” y ya. La cosa termina. A lo mejor, fue mi imaginación negadora y no era tan así. Tendría que buscar citas. Igual, supongo que lo hacen para que las primerizas no nos aterroricemos. Es muy gracioso, vista la película para atrás, recordar las caras de las minas cuando me contaban sus partos, signos inentendibles que ahora descubrís que dicen mucho más de lo que podías oír.

Ya en el banquito, con Caro detrás de mí y Ana delante con los guantes y las mantas, me agarré con toda la fuerza de los brazos de Carolina y empecé a hacer esa fuerza desde abajo, con los pies bien agarrados al suelo. Cuando sentí ESO, el célebre anillo de fuego del que todas hablan en sus relatos, fue increíble. El dolor es insoportable pero a la vez sabés que hay que seguirla un poquito más, que no queda otra que hay que respirar y seguir. En realidad, no pensé nada, solo pasa. Yo les decía: ¡sáquenlo! Después nos reímos bastante recordándolo. Pasó ESO y después sentí que salía el resto del cuerpito y fue la sensación más hermosa del mundo hasta que me di cuenta que había nacido, que Ana lo agarraba y lo vi y esa fue la sensación más hermosa del mundo; hasta que me lo dio y lo puse en el pecho y esa fue la sensación más hermosa del mundo. Y zas el mundo se abrió de golpe. Tala nació con la mano en la cara, esa posición la mantuvo unos días después, y todavía la sigue haciendo. Me di cuenta que yo también duermo así con una mano en la cara y la otra al costado. Flash. Al ratito de nacer, nos llevaron a la cama. Talito se prendió al pecho enseguida, y al ratito alumbré la placenta. Fue glorioso sentirla salir, esos pujos no dolieron nada y al terminar la sensación de felicidad fue plena.

Las chicas y Yuri prepararon un desayuno y me trajeron fruta y un súper licuado de frutas, creo que fueron dos. Al rato cortaron el cordón, lo midieron y pesaron, me revisaron: tenía un desgarro por la manito en la cara. No hubo suturas. El cuerpo se regenera solo, de eso se trata todo esto, ¿no? Nos sacamos unas fotos. Caro y Ana se pusieron a limpiar y ordenar. Ya bien clareado el día se fueron y nosotros nos quedamos en la cama, durmiendo los tres. Yo, en realidad, no. Todas sabemos que es imposible bajar tan pronto.

Después que todo pasara, algunas familiares me preguntaron si las parteras me indicaban cómo pujar, cómo respirar, cómo hacer. No, de ninguna manera, no. Ellas estuvieron con una presencia tan alumbradora, tan fuerte, tan sagrada y corporal al lado mío: Caro atrás dándome sus brazos y sus manos para que la agarre fuerte y pueda largar, Ana adelante esperando, calmando con la mirada, sabiendo esperar, acompañar, callar y decir lo importante. Como un susurro, como una oración, como un sonido que ayuda a llevar el momento, ellas están. No indican, no ordenan, están. Y el cuerpo hace. Los dos hacemos, mi cuerpo y el del bebé: laburan juntos para nacer. Los dos nacimos: Tala nace, yo lo nazco, él me nace. Nacemos.

Y como dicen las comadres: todo parto es político. Que sean más en libertad.